Ardía, en los márgenes de ese lago negro del cual brotaban las más oscuras ambigüedades. El lago del olvido eterno donde caen aquellos que son desterrados de la luz, ahogados en ego y soberbia.
Ardía, batía sus alas que se quebraban contra las rocas que, en ese lago ardiente, eran aún más toscas y ásperas. Su consciencia se agrietaba, sesgando la incógnita vislumbre de su caída. Más allá de los miedos y las sombras que rodeaban su desgraciada muerte, también se debatía con la existencia fuera de la luz en la que había nacido.
En ese instante, se desconoció, no pudo encontrar su reflejo en los espejos de su alma inerte. No pudo sugerirse en una forma, ni definir su silueta en aquella oscuridad eterna. Solo pudo odiar, maldecir, reforzar su ego destructivo arrebatándole la última gota de amor que le quedaba.
Aún antes de sentirse abrazado por la ira, miró al cosmos, azorado, incrédulo, silencioso, y lanzó su última súplica hacia el Gran Espíritu. Gritó amenazante y burdo, buscando, tal vez, una compasión que nunca llegaría, porque para él no existía ya un rasgo compasivo.
Fue tomando fuerzas de su propio desamor y así comenzó a hundirse en el lago de fuego, como si sintiera que, llegando al fondo más brutal y profundo, su poder se hiciera enorme y su ira se agigantara en su alma intentando ser. No hubo para él misericordia ni perdón.
Sus gritos de dolor no fueron escuchados. Sus alas rotas no fueron restauradas. Sus memorias no fueron recordadas en la luz, sino en las tinieblas más frías.
Pero salió una vez de ese pantano oscuro que atrapó sus emociones. Se quitó las alas. Rompió su promesa de odiar eternamente y buscó su propia luz. Indefenso y perdido logró resurgir y ser más fuerte, más poderoso. Se rasgó las vestiduras del incordio y se vistió de amor, poniendo flores blancas en los huecos de su alma, y rayos de luz en las heridas de su ser. Y cantó alabanzas para él mismo, porque ya no tenía algo para amar fuera de sí mismo.
vio su reflejo, juntó las cenizas que habían quedado de aquel fuego que lo consumía y, ya sin alas y sin poder emprender otro vuelo, buscó consuelo en las almas rotas, las que habían perdido algunas de sus partes y se complementaron. Fue un Todo, completo y quebrado a la vez. Resurgiendo, pero con la existencia olvidada y vacía, como todos aquellos desterrados que no buscan renacer de las cenizas, porque son solo eso, cenizas.
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Perteneciente a la obra Ecuación no Pensada